viernes, 4 de marzo de 2016

Arte, memoria y ciudad

Yo, como tú, he intentado con todas mis fuerzas de combatir el olvido. Como tú, he olvidado.
Como tú, he querido tener una memoria inconsolable, una memoria de sombras y de piedra. He luchado todos los días, con todas mis fuerzas, contra el horror de no comprender del todo el por qué del recordar. Como tú, he olvidado. ¿Por qué negar la evidente necesidad de la memoria?
Extracto del film
Hiroshima Mon Amour (1959) de Alain Resnais, sobre textos de Marguerite Duras.                                                                                                                                                          

Intentar hilvanar los fragmentos de nuestra memoria parece una tarea difícil pero no tanto si el hilo utilizado es el arte. Sobretodo si hablamos de la memoria colectiva, aquella que en la frontera se disuelve en un mar de sueños que se mueven de ida y vuelta. Inasibles, cambiantes, impredecibles.  Para comenzar a pensar la problemática de la memoria colectiva es necesario elaborar una definición que incluya las diversas interpretaciones del pasado, partiendo de la premisa de que no existe una única memoria o visión de la historia, sino múltiples relatos. Cuando nos reunimos con otras personas se narran viejas acciones que se transforman en recuerdos. Es posible que las imágenes evocadas reproduzcan inexactamente lo pasado y en todo caso los testimonios de otros nos ayudan a reconstruir nuestros recuerdos. De una u otra forma se mezcla lo que podría llamar memoria histórica, que supone la reconstrucción de los datos proporcionados por el presente de la vida social y proyectada sobre el pasado reinventado,  la memoria colectiva que es la que recompone mágicamente el pasado y cuyos recuerdos se remiten a la experiencia de una comunidad puede heredar a una persona o grupo de personas  y la memoria individual que en ocasiones se enfrenta a la memoria colectiva y en ocasiones niega a  las otras memorias. Pero entonces encontramos al arte como una manera de encontrarnos con el mundo y transformarlo, o al menos entenderlo, o al menos recordarlo. Carlos Alonso afirma que “el arte tendría que reflejar los acontecimientos de su tiempo y de su propio lugar, enraizado profundamente con las preocupaciones, con los dolores, los logros y los ideales de su propia comunidad. Si el arte participa de la producción de realidad, entonces, es historia, y memoria de su tiempo”. En manos de los artistas, dice Rodrigo Alonso en su artículo, La necesidad de la memoria, todo registro, imagen, sonido o palabra accede a un universo de significaciones que supera el nivel de la evidencia. Es en ese nivel, justamente, donde podemos esperar una redistribución de lo sensible que transforme las formas de percibir, escuchar y ver. Si existe alguna posibilidad de arrojar nueva luz sobre ciertos acontecimientos relevantes, si pudiéramos pensar en nuevas lecturas y miradas en relación a situaciones, hechos o personajes engarzados en la historia o la memoria, quizás no debiéramos esperarlas tanto de una revisión más exhaustiva de los registros existentes como de nuevas configuraciones estéticas, nuevos usos de las realidades existentes, nuevas transformaciones del espectro sensorial. El arte contemporáneo ha emprendido hace largo tiempo esa tarea. La confluencia de las imágenes y las palabras del pasado, los recuerdos recuperados, los acontecimientos evocados, los sonidos conjeturados, los hechos sabidos, los horrores intuidos, las heridas no cicatrizadas, las vidas perdidas, la ignorancia infranqueable, con la voluntad de cultivar formas que neutralicen la repetición anodina, las historias oficiales y el avance del olvido, encuentra en la producción artística actual un ámbito de pura potencialidad.
Tal vez la memoria misma es menos histórica que estética. Tal vez en la ciudad está la memoria. Y en la estética de la frontera está la historia.

Armando García Orso







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